jueves, 6 de marzo de 2014

Prisioneros del azúcar

RAÚL ZECCA CASTEL

Nacer en Haití, en el 80 por ciento de los casos, significa estar destinados a vivir bajo el umbral de la pobreza extrema. Y en el mejor de los casos, evidentemente, no por mucho tiempo.
La esperanza de vida supera por poco los 60 años y la mortalidad infantil se sitúa entre las más elevadas del mundo.
tasa de desempleo es entorno al 40 por ciento y 4 años después del terremoto que provocó más de 300 mil muertos, dejando huérfanos un millón de niños, Haití continua siendo el país más pobre del hemisferio occidental encontrándose en los últimos puestos de la clasificación del Índice de desarrollo humano de la ONU.
No hay que sorprenderse, pues, si cada año miles los haitianos deciden abandonar su propia tierra y seres queridos para alcanzar la cercana República Dominicana, con la ilusión de encontrar más allá de la frontera mejores condiciones de vida. Cruzar el borde, sin embargo, no es una tarea simple, sobre todo cuando no se tienen documentos ni permisos en regla.
Es así que para muchos tiene comienzo una especie de calvario caribeño marcado por la violencia y el dolor. El viaje, que puede durar varios días de camino, a veces más de una semana, se realiza en pequeños grupos.
Los migrantes durante su peregrinación hacia la esperanza son guiados por traficantes s y dominicanos, a menudo con la complicidad de agentes de la policía y militares; corrupto que puntualmente exigen un “peaje”.
Y el que no tiene dinero para pagar es devuelto atrás. “Hemos cruzado la frontera por los montes, caminando…”, cuenta Manil, un hombre de 33 años, “ tenía los pies gastados, sangrientos…yo no sabía que era así…he pagado mucho dinero, 5mil pesos, para venir aquí…yo no sabía…el tío me dice que iba a viajar en autobús, pero no era verdad, entonces cuando empezamos a caminar yo le digo que las cosas no eran así, devuélvame mi dinero, le digo, regreso a mi país, y él me dice que no, que ya llegamos…y seguimos caminando 3 días más…en total 8 días, sin nada, tan solo con  agua, sin comer…”.
La mayor parte de los migrantes haitianos no sabe lo que les espera una vez cruzada la frontera. El sueño de un trabajo bien pagado y la confianza en un nuevo futuro aleja las preocupaciones, volviendo soportables los sufrimientos y los abusos sufridos durante el largo viaje. Pero es un sueño destinado a romperse muy pronto.
Ser desprovistos de documentos expone a los inmigrantes a condiciones no demasiado diferentes de las que fueron sometidos sus antepasados esclavos.
Símbolo por excelencia de esta cruda realidad son los bateyes, pequeños aglomerados de barracas dispersos entre las inmensas plantaciones de caña de azúcar. Creados para acomodar a los trabajadores durante la zafra, con el tiempo se han vuelto en verdaderas comunidades invisibles, bastiones de pobreza y marginación. Herencia de lo que en un tiempo no demasiado lejano fueron lugares similares a campos de concentración, los bateyes constituyen todavía guetos sociales y económicos reservados a la población de origen haitiana.
Es aquí que se consume la tragedia humana de muchos trabajadores forzados a sobrevivir día tras día en condiciones al borde de la suportación y de la dignidad humana. Hacinados los unos sobre los otros en estos barracones, hombres, mujeres y niños comparten espacios angostos y fatiscentes, sin ventanas, energía eléctrica y agua corriente, durmiendo por el suelo o sobre improbables camas de castillo, en colchones de espuma.
Son los prisioneros del azúcar, victimas impotentes de un sistema de trabajo basado en el engaño y el robo.
Antes del comienzo de la zafra, cuando las varias empresas del azúcar están en busca de mano de obra a bajo precio, las promesas vendidas a los trabajadores son realmente tentadoras: buenos salarios, fiestas pagadas, premios de producción, seguro social, liquidación, etc.
De esta manera muchos haitianos se ilusionan de una fácil ganancia. La realidad, sin embargo, se revela muy diferente al cabo de poco.
Los días en los bateyes empiezan a las 4 de la mañana. Los braceros despiertan cuando todavía no ha amanecido para aprovechar de los inusuales momentos de frescura que caracterizan estas latitudes.
No hay tiempo para el desayuno. Se tienen que afilar los machetes; una operación delicada y minuciosa que dura varios minutos. Luego se procuran algo de agua y esperan el bus de la empresa.
Antes de las 6 las plantaciones que rodean los bateyes son invadidas por un pequeño ejército de haitianos que se dedica a su Guerra cuotidiana con la caña de azúcar. La actividad de los picadores, los cortadores, es un trabajo duro, cansado y peligroso.
Pronto el sol alcanza el zenit y la humedad se hace insoportable. Los polvos que se levantan bajo los golpes de machete filtran en la nariz, en los ojos y en la garganta. El sudor moja la ropa y el hambre devora los estómagos. No es inusual que por un momento de inatención o por la fuerza que de repente se disminuyen se cumpla algún error. En una concepción de la vida extremadamente fatalista, los braceros muestran sus heridas de batalla sin énfasis, con el descuido de quien esta resignado a lo inevitable.
Se trabaja sin interrupción hasta 10-12 horas por día, a menudo el domingo también, cortando cuanta más caña es posible. No existe algún contrato escrito, y menos un salario fijo.
Se les paga al destajo, según las toneladas acumuladas, pero el precio no esta claro a nadie y las cuentas nunca salen: “ellos te dan lo que quieren”, repiten todos “no importa cuánto has trabajado, te dan lo que ellos quieren porque no puedes reclamar…porque si reclamas no trabajas…y si no trabajas no comes”.
La lógica es perversa, pero el silogismo inatacable. El resultado es el silencio. Así, los braceros aceptan cualquiera cantidad que se les dé, sometiéndose a la arbitrariedad total de un sistema de chantaje que tiene su legitimación en la falta de alternativas posibles.
Aquí, de hecho, la caña de azúcar representa una mono cultura exclusiva y totalizante, concentrada en las manos de pocas empresas consorciadas que se reparten un rico oligopolio.
Cuando los braceros regresan al batey, entonces, todo lo que han conseguido es el equivalente de pocos dólares, apenas suficientes para un cuenco de arroz y un puñado de habichuelas, lo que basta – quizás – para sobrevivir otro día. Y sin embargo no son pocos los trabajadores que para mantener familias muchas veces demasiado numerosas y para enfrentar los gastos inesperados, sobretodo medicinas, acaban por endeudarse al colmado, empezando un circulo vicioso que con el pasar del tiempo se hace siempre más difícil de romper, como cadenas invisibles apretadas a los pies de nuevos esclavos.
Con el pasar del tiempo la realidad se manifiesta en toda su dureza, y de las promesas recibidas al empezar de la zafra solo queda el reproche de un eco lejano, eterno retorno de una memoria colectiva impunemente traicionada. Salarios infames, condiciones de trabajo inhumanas, seguros médicos inexistentes, enfermedades ocupacionales, engaños, amenazas y violencias: son estos los tristes eventos que marcan el ritmo del tiempo en los bateyes, donde los derechos no tienen ciudadanía. Quizás porque no encuentran ciudadanos. 
El problema de los documentos, de hecho, en los bateyes como en el resto del pais, es una cuestión de importancia fundamental, sobre todo para los nuevos nacidos, hijos de padres haitianos, en territorio dominicano. Hasta el 2010, la Constitución nacional preveía que la adquisición de la ciudadanía sea a través de ius sanguinis o a través de ius soli, pero a partir de ese año, una nueva ley sentenció que el derecho de sangre sería el único criterio. Poco mal, si no fuera que se ha establecido aplicar la ley en forma retroactiva a comenzar de 1929, de hecho, desnacionalizando y volviendo apolidas miles de personas, con todas las consecuencias del caso: imposibilidad a acceder a instrucción, a los servicios sanitarios, al mundo del trabajo, en síntesis, a la vida civil del país. De aquí, una situación altamente discriminante y peligrosa, hija de políticas minoritarias ultranacionalistas que se alimentan de viejos rencores históricos, pero que tienen una incidencia muy fuerte sobre la vida material de interesadas familias.
Se plantea la hipótesis que el número de haitianos en la Republica Dominicana esté entre los 500 mil y el millón, aunque se trata de estimaciones difíciles de verificar, ya que la mayoría de estas personas no disfruta de un estatus jurídico regular.
Una situación, evidentemente, que favorece el surgir y el perpetuarse de “zonas protegidas”, como los bateyes, que por un lado garantizan a los braceros la sobrevivencia sin el temor a ser deportados y repatriados, por el mismo hecho que, por el otro lado, constituyen una preciosa reserva de mano de obra muy cómodamente explotable.
Llegados con la ilusión de poder trabajar esos 7-8 meses que dura la zafra para luego poder regresar a Haití donde se encuentran sus familias con un poco de dinero en los bolsillos, los braceros terminan por transcurrir su propia vida entera en los bateyes, condenados a pagar un precio altísimo por haber ingenuamente creído en el sueño de un mejor futuro.
Guardar tan solo unos pocos dólares para el viaje de vuelta es un privilegio de pocos afortunados que, sin embargo, de mala gana deciden quedarse, por la vergüenza a presentarse con las manos vacías después de tanto tiempo. Zafra tras zafra, año tras año, las esperanzas de volver a encontrar los queridos van disminuyendo y dejan paso a una especie de rutina resignada.

Así, en la oscura niebla que adelanta el amanecer, como en una guerra sin fin, machete en la mano, los braceros se preparan una vez más para enfrentarse a la cana de azúcar, que, indiferente a todo, continua creciendo.

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